the long and winding road (I; II; III; IV: V)
The long and winding road
(Casa Paralelepípedo)
“Prefiero ser más discreto que un santo. La mayoría de las cosas que hacemos con nobleza pueden ser castigadas como maldad. No sobreviviría yo a una próxima inquisición o a la dictadura vaginal. Por el momento me estoy sobreviviendo a mí mismo. Siempre fui bastante canalla. Quise cobrarle a la vida al contado. Alguna factura tuve que pagar. Pero lo más importante es la salud. Espero que el sexo sea equivalente a la buena salud. Yo creo que lo bueno, si es mucho, es muchas veces bueno. Puedo haber sido cruel, pero nunca con maldad. No soporto la violencia doméstica, pero supongo que debe haber una vez en la vida en que se justifica partirle la trompa a una mujer. También ahí pagas factura. Mi desprecio al dinero viene de esto. Es un homenaje al público. Y a la música. Y al que le haya puesto este nombre”. Cae la tarde. “Charlemos sobre música, que es lo más lindo después de la música”, dice Andrés mientras pincha uno de los disco (o dedos) de El salmón “para ver si realmente están buenos. Si no lo son y te dan un revólver, es como para matar a alguien.”
2000, Andrés Calamaro
I. Aceite de hashís
Es otoño en Lima. La gente ha dejado de pensar un poco en el verano. Junto a mí, Porongo sorbe otro poco de su cigarrillo, se relaja y deja correr el humo. Deja pasar tras de sí las horas muertas y negras que vivió cuando el atardecer que se veía desde las ventanas de su casa en la Molina parecieron Palms Spings con nubes rojizas y palmeras. Con piscina.
Pero ahora él piensa en otra cosa y sostiene su cámara portátil (supongo que será lo último que se compró, tras la buena venta del peso de su aceite de hashís) y filma, hace travelings. Excelentes tomas de traseros y sudorosos senos que se baten y tantean entre los cuerpos todavía bronceados de las chicas, en permanentes blue jeans ajustados.
- ¿Qué te parece, Caneto?
- Excelente. Excelente...
Porongo sorbe otra vez su cigarrillo y luego lo bota.
- ¿Secaste tu hierba?
- Aún no.
- Pues deberías.
Una chica casi imperceptible desde donde estamos Porongo y yo es filmada con un zoom de verdad potente, mientras conversa con alguien que parece ser un profesor o algo por el estilo. Porongo suelta una pequeña risa. De pronto el atardecer nos sorprende con nubes moradas, y a cada minuto estamos más lejos de la realidad y se hace de noche.
Porongo usa en su cámara portátil un modo nocturno mediante el cual todo lo que filma se ve verde e intenta hacer un juego de imágenes entre los ojos del profesor y las estupendas tetas de una chica (que creo que se llama Dianita Calibre 38 o algo por el estilo) y en los ojos de Porongo veo una expresión que por algún motivo hace que me vea a mí mismo en su mirada y en su peinado, que es una mezcla entre corte militar y un punk extraño, pero eso no es nada del otro mundo y Porongo prende otro cigarrillo.
Es otoño en Lima.
- Mierda, esta porquería no funciona.
Porongo pide mi encendedor y yo se lo alcanzo. Deja a un lado la cámara y se dedica a fumar.
Sentado en la banca de un parque que no conozco bien cerca a donde solía pasear con Melisa este verano, pienso como un loco y fumo mucha marihuana verde que no puedo sorber porque está húmeda y no me sirve para nada. Anoche me la pasé bebiendo y fumando como un degenerado, no me acuerdo bien si llegué a mi casa con el pan en la mano o si alguien llegó antes que yo con el pan o como fue, cosa es que el recuerdo más cercano que tengo es el de mi propia imagen circunspecta sentado en la mesa por la mañana, tomando café puro hasta que la bolsa de pan desapareció, y mi perro Pincky se asustó tanto que me preguntó que por qué dormía en el piso, o quizá solo me miró extrañado cerca de las dos horas que pasaron, antes de que me despertara y pudiera arrastrarme hasta mi habitación en el tercer piso donde pernocté cerca de diez horas. Luego pude volver en mí y, sin ducharme ni nada, salí a caminar por las callejuelas locas de Surco un poco alejado de mi hogar (si uno toma en cuenta que lo único que hice fue caminar y caminar) y por alguna extraña razón me pongo triste al pensar en la noche que pasé. Y pienso en Melisa como aquellos patos chinos del Brasil (tan enamoradizos todos) que no pueden ni volar, ni escribir, ni nada. Y luego recuerdo la reunión de anoche, las caras tapiadas de aquellas chicas de minifaldas cortas y piernas apetecibles. En el olor fétido del baño y la cerveza, en el dolor de mi abdomen mientras sorbía (y cada sorbo era un vaso más) y bebía, y también fumaba, y conversaba un poco con la gente de cosas incoherentes, y vestía una camisa negra y un pantalón negro y mis zapatillas eran por igual negras. Mientras el gordo Manuel sonríe (es una sonrisa espantosa) diciéndome que lo acompañe al baño, que en el bolsillo de su casaca de cuero tiene un poco de mármol blanco, que en realidad es una buena y enorme papelina llena de cocaína brillante. Luego Porongo, sentado en un sillón de su sala, le cuenta a un amigo suyo la fructífera venta de todo su aceite de hashís durante el verano pasado, mientras beben y miran por la ventana algo fuera de mi alcance visual. Entonces yo digo -okey- un poco tentado, pero no menos deprimido (por lo general, cuando inhalo, me vienen esas terribles bajonas en las que no puedes hacer otra cosa que no sea mirar con tristeza la nada)... Finalmente termino encerrado en el baño con el gordo Manuel:
- ¡Ñac! ¡Ñac! Está muy buena, huevón.
- ...Sí, de veras.
Manuel lame el papel manteca, absolutamente loco, sus ojos que van en espiral.
- Vamos, párchame más gordo.
El gordo Manuel sostiene sus lentes y mira a ambos lados (y es como si alguien pudiera infiltrarse entre las paredes o entre las rejillas de las lunas tapadas) me hace una mueca espantosa y saca del bolsillo más pequeño y más escondido de su casaca de cuero marrón otra papelina exactamente igual a la anterior.
- Vamos, gordo, que sea una montañita para detener el tiempo...
El gordo lanza una carcajada. Echa en la parte posterior de mi mano una montañita blanca de cocaína.
- ¡Uhg!
- Muy bueno, de verdad tío.
Creo que fue entonces cuando empecé a dejar de sentir los dientes y la cara. Estallé de risa. Empezó a sonar algo que era una especie de cumbia que ya nadie bailaba. El gordo Manuel y yo nos miramos y entramos a la sala (afuera, en el jardín, algunos cuantos estúpidos sujetos bailaban con algunas cuantas chicas de minifaldas raídas, y nadie allí se había metido cocaína en el baño, solo el gordo Manuel y yo) donde Porongo y su amigo, de cabeza rapada y extraños ademanes al hablar, contaban historias de drogas y miraban por la cámara portátil una colección fundamental de culos y sudorosas tetas.
- ...Entonces ¡fuuuaaaaaa! la habitación se iluminó. -Porongo rió. El tipo pelado, que contaba la historia, esbozó una agradable sonrisa.- Uno miraba ese pedazo de paco y pensaba: “Oh no Dios mío... pero por qué tanto...”.
El tipo pelado y de ademanes extraños sonrió.
- ¿Era una mimosa?...
El Pelado hizo un sonido extraño:
- ¡Pfffvhgfarsjnh!
Porongo me miró sonriendo:
- Puta, yo me acuerdo de esas épocas, huevón...
Me sorbí la nariz. Sentí el sabor de aquella potente cocaína en mis fosas nasales y en mi esófago.
- Sangraba... -dijo el pelado, riéndose.
Intenté imaginar aquello.
- ¿A qué te refieres? -preguntó alguien.
Porongo rió.
Un tío muy llamativo y de asqueroso acento español, viene y me dice:
- Es una mierda.
Y yo le digo:
- ¿Pero por qué, hermano?...
Y él me dice:
- Coño, necesito un porro.
Y cuando estamos en la puerta, cuando estamos prendiendo ese canuto enorme que traigo entre las manos, el tipo que en realidad es un español horrible y tiene Cabeza de Pescado, me dice:
- ¡Joder! Debí meterle la mano más fuerte, huevón.
- ¡A quién!
- A ella pues, tío.
Pero ella no está por ningún lado y yo no sé a quién carajo se refiere, hasta que me explica que es una tía que estudia en la facultad pero que no está en nuestro salón (y me pregunto por qué Cabeza de Pescado dice que está en mi salón) y luego dice que la chica a la que él le ha metido la mano estaba ebria, pero no lo suficientemente ebria. Y ella vino y le metió un lapo y todo el mundo lo vio. Y luego me dice que esta misma chica ahora se encerró en una habitación con este tío tan gordo y tan pesado que estaba conversando conmigo. Finalmente, Cabeza de Pescado dice que todo el tiempo ha sido así y que debió meterle más fuerte la mano, que su minifalda veraniega estaba bonita y suave.
Le da una enorme calada a mi canuto tosiendo y despidiendo un montón de humo por la boca.
- No sé qué hacer, coño.
- Relájate, tío -le aconsejo.
Cuando regresamos a la sala, Cabeza de Pescado y yo estamos muy volados y continuamos bebiendo. Luego Porongo y su amigo nos enseñan algunas tomas que han logrado captar con su fabulosa cámara portátil Panasonic, y todos se ríen. El audio está encendido y por momentos escucho mi propia voz gravada, y es todo tan espantoso, siento una profunda acidez en mi estómago y luego veo el trasero de Melisa gravado y le empiezo a prestar atención a todo. Porongo ríe como nunca lo he visto reírse antes y cuando se saca los anteojos de sol sus ojos están rojos, inyectados de sangre, y pienso que ha estado fumando hashís con su pipa todo este tiempo...
En las imágenes de la cámara veo un sinnúmero de tetas y de acercamientos estremecedores. Veo con cuidado las piernas de Melisa y reconozco el vestido que lleva puesto. Es uno de aquellos vestidos que a mí me gustaban tanto, que llevó un par de veces a la playa cuando nos fuimos al sur el verano pasado.
Es otoño en Lima.
Ahora vuelvo a intentar prender este canuto pero no puedo y es un domingo terrible que no quisiera haber vivido jamás. Y espero a que se haga de noche mientras no leo las notas periodísticas que tengo que leer para la Universidad. Y aunque no lo quiera, pienso un poco en Melisa: en nuestra separación y en lo demás.
Es otoño del 2003.
Y cuando se ha hecho de noche, se han prendido todos los faroles amarillos del parque, y tengo que ponerme de pié y caminar. Hay un grupo de chicos cerca. Uno de ellos tiene como mi edad y luce pinta de escuchar música reggae y fumar mucha marihuana todo el día. Junto a él hay como unas cuatro o cinco personas más y entre todos prenden un wiro, y una chica (que por alguna razón, hace que me acuerde de Melisa durante el verano pasado) se esconde por entre las bancas del parque y algunos arbustos, le da una pitada a aquel pedazo de wiro y tose...
II. Pacto entre caballeros
Entonces viene Marc, hecho un bólido, pensando en que todos se han confabulado en contra de él, y es cuando pienso en que este tipo está realmente loco, y tiene esa vena en la frente que late, y late, y sigue latiendo mientras dice:
- ¡Gustavo!
- ¿Qué te sucede?
Estamos sentados en una banquita en el parque frente a su casa, y yo armo un wiro. Tengo el cabello despeinado y la cabeza hecha un lío.
Marc está hablando como un desquiciado.
- Tranquilízate, por Dios, Marc. Fuma un poco.
Prendí el wiro. Marc volteó su angustiado cuello y miró por un segundo más el parque y la nada. Era primavera del año 2000, y el frío era estremecedor.
- Tranquilízate Marc, nada sacas apurando conclusiones.
Era odioso tener que aguantarlo, pendiente de Lucciana y Marcel, y tener que aguantar sus celos, mientras yo estaba tan arruinado, tan celoso y tan angustiado como él. Di otra buena calada a aquel enorme wiro.
- Gustavo, ¿tienes necesariamente que fumar esa mierda?
Era sábado al mediodía. Había llamado a Lucciana. Celular apagado. Fui a buscar a Marc.
- ¿Llamaste a Lucciana?
- No.
- Es una perra total, verdad.
Asentí.
- Lo que dices es muy cierto, hermano.
En seguida me asaltaron otra vez las dudas y el fuerte malentendido de estas últimas semanas del mes de octubre y noviembre. La transformación final de Lucciana (de un suave materialismo light a un fuerte mierdismo constante, propiciado fundamentalmente por mis amigos y yo) el suave tintineo de las gotas de lluvia y el tropezarnos siempre con la misma realidad. O sea, éramos tan unidos y estábamos tan sumergidos en la misma mierda, que nos enamorábamos de la misma chica y los sentimientos (abundantes) se mezclaban, se transformaban en una misma cosa, extraña.
- Dime, tienes que fumar esa mierda... -repitió Marc.
- Tranquilízate.
Miro a través de los árboles y la distancia. Era como si alguien estuviera pendiente de nuestros actos.
Me dijo que estaba arreglando su computadora (era algo que siempre hacía Marc, intentando desfogar su ansiedad) y que lo buscara más tarde, porque estaba ocupado arreglando su computadora y porque Lucciana era una puta.
Lo dijo en inglés, como jugando:
- Bitch, bitch, bitch...
- Vamos Marc.
Se sentó en su sillón. Desde allí el pálido cielo de noviembre se volvió negro. Marc tomó algo como una pinza y empezó a manipular una cosa verde llena de cables. Empezó a balbucear.
- ¿Por qué no vas a buscar a Marcel y lo traes?
El cuarto estaba oscuro. Sonaba algo como una estufa en alguna parte. Arrojé los anteojos de sol de Marc encima del sillón y me puse de pié.
Marc me llevó hasta la calle. Nos sentamos en aquella banca, en el parque, y me puse a armar aquel wiro sin ningún motivo aparente. Marc seguía hablando de Lucciana, como si ya no existiera nada más en el mundo, y alrededor nuestro la gente estaba sumamente cansada, los ancianos avanzaban lentamente por la vereda y la gente llevaba muecas horribles en la cara. Otra vez con los anteojos de sol puestos todo se ve oscuro y el cielo está lleno de señales.
Parece invierno.
Marc (que siempre ansió una vida perfecta) se pone finalmente de pié y dice cosas como: tenemos que conseguir chicas bellas, tenemos que conseguir dinero, tenemos que salir los sábados a la noche a bailar.
- Avísale a Marcel -me dice.
Yo le contesto frunciendo el ceño, despidiendo una nube de humo en su cara. Marc dice que ninguna chica se va a acercar a mí mientras siga con esta absurda actitud. No mientras sea un fumón y no me bañe.
- Vete a la mierda -le digo.
Escuchamos en un casete un disco con lo que según dice Marcel es lo último, pero lo último, de Andrés Calamaro. Dice que es un disco quíntuple, un álbum sin precedentes en la historia. La cosa es que anoche Marcel estaba en un micro sin interesarse por nada en especial, mientras (no sé si regresaba de la Universidad o de la casa de quién) por la radio un tipo comentó que a las once de la noche iban a pasar el último disco de Andrés Calamaro, después de Honestidad Brutal (1999). Así que el disco se llama El Salmón y Marcel lo grabó apenas llegó a su casa. Es noviembre del año 2000.
Nada sigue ningún tipo de ilación y todo parece producto de altas dosis de anfetaminas. Y yo, para variar, sigo fumando mientras me dirijo pasaje por pasaje hasta la casa de Marcel. Los árboles son verdes y están llenos de hojas, y los caracoles esta primavera se reproducen con especial rapidez (no quisiera imaginarme cómo se tira un caracol a otro, pero es inevitable) y antes de seguir con este pensamiento, la señora Beltrán, que es una señora algo mayor que pinta cuadros paisajistas y vive en el primer piso de la casa de Marcel, me aborda en una conversación innecesaria cuando todavía no he terminado de apagar el cigarro de marihuana que estoy fumando.
- Hijo, tienes que pasar un día a mi casa a tomar un café.
Asiento amablemente con la cabeza y subo por la escalera caracol (otra vez esa imagen) que me conduce a la puerta donde se supone encontraré a Marcel. La señora Beltrán sigue mirándome mientras revisa algunas de sus flores. Yo sólo espero encontrar a Marcel en condiciones como para discutir algunas cuantas cosas.
- Eres tú -me dice. Se hace a un lado y me deja pasar.
Su habitación está hecha un desastre. No es nuevo, pero por algún motivo cae a pelo con el contexto. Suena el casete pirata en el que anoche grabó el primer disco del nuevo álbum de Andrés Calamaro y yo le digo que me parece bien. Marcel dice que debe ser el único en esta ciudad que tiene las canciones del primer disco de El Salmón. Yo le digo que eso no debe ser cierto del todo.
- ¿Adónde te estás yendo? -le pregunto mientras me recuesto en el sillón rojo en medio de su sala, y lo contemplo caminar de un lado a otro dejando ropa limpia y ropa sucia por doquier.
Marcel me mira algo confundido y en seguida dice que va a encontrarse con esa tía afrancesada con la que se acostó hace tiempo. Mira con melancolía la sala. Tiene puesto un par de calzoncillos bóxer que le llegan a las rodillas y una camisa a cuadros algo (completamente) pasados de moda. Y por alguna razón esa imagen me conmueve y pienso en que no le creo nada, porque ese sujeto sabe que yo sé que él está igual de enganchado con Lucciana (a quién yo le presenté, no sólo a él, sino a todos) igual de enganchados que yo, o que Marc, o que cualquiera de nosotros. Y con la diferencia de que él tiene que ir a verla porque a Lucciana se le antoja, a Lucciana se le antoja él y no yo. Y es por eso que Marcel tiene que partir de inmediato a su encuentro.
Salimos de su casa y bajamos por la escalera caracol. La señora Beltrán se despide de nosotros con una sonrisa y el señor Beltrán (no me había percatado de él hasta ahora) lanza una carcajada, y yo me pregunto que por qué diablos el señor Beltrán es idéntico a Roberto Bolaño. Y me da miedo. Una nube de humo llega a mis narices a la altura del parque. Son la una de la tarde y la gente alrededor nuestro almuerza. Marcel se da un tiempo para darme un poco más de fumar y comenta algo de una canción de Calamaro que termina con el sonido de una bomba nuclear. Marcel fuma y se ríe. Comentamos algo sin importancia y en seguida él toma un micro y se va.
Me pregunto si por fin mi pinta de adolescente recatado fue reemplazada por la de fumón sin remedio. Espero que no demore mucho el cambio.
Me olvidé de avisarle a Marcel que su gran amigo Marc ha decidido cambiar definitivamente de estilo de vida, en vista de que la bohemia marginal que decidimos llevar a cuentas hace mucho tiempo (nada de consumo, nada de progreso, nada de expectativas de vida) no nos ha traído otra cosa más que una decadencia adolescente. Hace días que no me baño, ni me afeito, ni me cambio de ropa.
El colegio se ha vuelto una especie de criatura antropomorfa que me persigue a todos lados. Mi mejor amigo, Walter (en otras épocas fiel jugador de fútbol en la canchita de cemento e hincha incondicional de Alianza Lima) se unió a nosotros. Estábamos hartos de sistema y del cruel destino de sus detractores, queríamos ser hippies y no nos importó volvernos oscuros. Leímos a Kerouac y leímos American Pycho. Finalmente encontramos a una chica capaz de entendernos, capaz de reírse y compartir opiniones con nosotros, y resultó todo mal. Resultó que la volvimos mala, y le metimos un montón de ideas equivocadas en la cabeza. Le enseñamos a usar drogas y ahora ella salió de nuestro control. Empezó a actuar por sí sola y nos hizo daño. Al menos a mí me hizo daño, y sé que no pasará mucho hasta que esto explote.
Ahora el pacto entre caballeros que teníamos no vale nada, y se ha vuelto un pacto silencioso, de yo no digo, yo no hago nada, ni me muevo de mi guarida, ni tengo a nadie.
III. Son decisiones que uno toma
Es decir, cuando una está ahí, absolutamente sola, se concentra tanto (o será que no tengo por lo demás un momento de suma concentración) y miras la pared, que en mi caso es una pared blanca, hermosa, sin nada de gloria. Y pienso que detrás de esa pared, hay otra pared (o de todos modos cago) y no es una imagen bonita, pero es una imagen, y eso ya es bastante.
Llega Michael, o alguien ha tocado el timbre.
Envuelvo un poco de papel higiénico entre mis dedos y continúo. El papel higiénico es suave, casi algodonezco, y puedo sentirlo bien apenas rozándolo con mi piel. Cuando salgo del baño, me miro en el espejo y enjuago mis manos con un poco de agua que sale del fregadero. Tengo puesta todavía la pijama a pesar de que es viernes, y he llegado del Colegio cansada, sin ganas de nada (aprovechando que todavía no comenzaron mis clases de Inglés). Así que mamá dice que ya llegó Michael, y yo intento bajar las escaleras pero ella me detiene.
- ¿Cómo se te ocurre bajar así?
Al final es lo mismo, pienso, si acabo de cagar. Y mientras cagaba no pensaba en Michael, que ahora espera abajo dando pasos cuidadosos sobre el piso brillante. Cuando he terminado de ponerme el calzón (tengo todavía las tetas al aire) papá entra en mi cuarto.
Es una escena típica: yo doy de gritos por todos lados y él se cubre un tanto los ojos al hablar.
- ¡Vete! ¡Vete!
Cierra la puerta con un sonido hosco (hueco, acaramelado) y yo pienso en que de todos modos de aquí a un rato nadie se acordará de nada. Me pongo el sostén, negro, y en seguida me pongo lo más rápido que puedo un pantalón buzo, algo cómodo, de rayas rojas a ambos lados, y me meto debajo de un polo apretado ensayando palabras y sonrisas.
- Michael...
Caneto baja las escaleras del Colegio. Es viernes y el invierno nos ha tratado mal. Se dirige directamente donde Cynthia y le da un beso. No es un beso cariñoso, sino más bien educado, en una mejilla. No es nada fuera del otro mundo. Ni me sugestiona lo suficiente, ni nada.
Por lo pronto es aburrido estar en Quinto año de secundaria, y converso con Yesenia.
- Chica, por favor.
- ¿Qué?
Yesenia me mira con una media sonrisa burlona. Le guiña un ojo a su primo (que por esas cosa de la vida, es Caneto) y continúa hablando conmigo.
- Ahora que estás con Michael nada puede ser tan malo.
Me pregunto por qué Yesenia hablará así de Michael.
- No entiendo, ¿qué tiene que ver Michael o qué?
Mira un minuto a toda la gente que se desplaza debajo 0en distintas direcciones, le da mayor énfasis a todos esos chicos que patean el balón de fútbol en la canchita de cemento.
- Mira, ya se acabó el colegio...
Yesenia le enseña el dedo de el medio a alguien. Creo que a su primo.
- Me haré un piercing -comenta después de un rato.
- ¿Ya te dije que estás loca?
Balbucea un par de cosas que no logro escuchar. De repente el gordo Manuel y Caneto están aquí con nosotras, en el segundo piso, y Yesenia les sonríe en plan de “Yesenia” y me dan ganas de vomitar. Caneto empieza con lo mismo.
- ¿Cómo te va, Melisa?
- Bieeeen...
Sonríe.
Algo en Caneto y Yesenia me tiene preocupada.
- Ese “bien” sonó muy largo, ¿no crees?...
Y en seguida:
- ¿Qué tal te va con tu novio?
- ...enamorado.
- Es igual.
- ¿Tiene nombre, sabías?
- Apenas lo conozco.
Pausa.
Yesenia y el gordo Manuel conversan. Creo que Yesenia está en plan “sabotear a Michael”. Me pregunto si todos aquí saben que Caneto puede arruinar mi mundo en una hora.
Arrastro a Yesenia a unos metros de allí.
- ¿Qué te pasa?
Trato de inventar alguna excusa.
- Mmm...
Yesenia acaricia mis mejillas y yo miro de reojo a Caneto. Comenta algo con el gordo Manuel y creo que ambos escupen del segundo piso.
- Huevona... -empiezo- creo que me ha venido la regla...
- ¿Qué?
- ¿Tienes una toalla?...
Yesenia hace una mueca con una cara que no entiendo.
- En mi mochila hay.
Desaparezco de la escena entonces.
Son decisiones que uno toma, me repito mientras escribo mi diario personal en mi mesa de noche una vez que se ha ido Michael y estoy en pijama de nuevo. Son decisiones que uno toma en la adolescencia, mientras todavía se es joven y no se han perdido las esperanzas totales para con el futuro. Suena un poco raro que yo diga algo así, tomando en cuenta mi edad, y la posición de mi cuerpo. No sé si soy bonita, en realidad, escribo, pero creo que sí soy bonita. Y si no lo soy todavía, de seguro lo seré. Al final todo es tan ridículo, pienso, la belleza femenina se marchita y se muere (creo que eso lo leí en un poema de Bécquer) pero yo todavía tengo dieciséis años, me falta mucho por vivir, y llevo una vida que se puede llamar “muy normal” en una casa “más o menos decente” en una familia “más o menos ideal”. Con un padre y una madre que hacen lo que pueden por mí. Y lo demás está bien por ahora...
Son decisiones que uno toma, en cambio, a mí Caneto no me dijo nada cuando se metió con Cynthia, y tampoco me dijo nada después. No sé si él se dio cuenta de algo, o si Yesenia solo intenta utilizar a la gente para divertirse un rato. En realidad, a mí ya no me importa nada, y me da igual si Caneto se come una mariposa o no (yo una vez me comí una mosca) pero esto ya no lo escribo, sino que lo pienso mirando la ventana y el cielo negro, que se extiende a todos lados, y hace mucho frío. La neblina borra todo vestigio de civilización y los árboles apenas se pueden ver difuminados en imágenes obtusas, y la luz amarilla vomitada por los postes de luz por la noche.
Ya no quiero pensar más en por qué estoy con Michael. Quizá si le digo varias veces que lo quiero y que me gusta y que me encanta su apellido y su mirada seria, me lo creeré. Su peinado, y la parsimonia que usa al hablar. Quiero olvidarme de Michael y del Colegio, y de Caneto. Quiero olvidarme que yo soy Melisa, que tengo dieciséis años, que es invierno, que llegó el año 2000. Y así como llegó, se fue...
IV. Caneto´s Flashback I
Yo quería montar bicicleta a los diez años. Cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996 y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré con amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido y concentrado que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Y entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a Los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, a cada rato, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía ropa nueva porque nunca la usaba. Me sentí como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, y con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí hacia una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando por fin pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos. Me dijeron, bien, muy bien, o buen intento.
Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero, como era de esperarse, yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos de aquel parque cerca a Los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a Los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar patines (porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas) fumando cigarrillos en el parque, que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade de mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación, y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta de nada, y antes de lo imaginado a la Gomi su novio ya le daba más vueltas que pollo a la brasa. Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer, o sino veíamos a los pájaros en algunos de los parques de los alrededores, o sino solíamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos fumábamos, nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas de amor (que en realidad ni siquiera escribía) a la Gomi. Se las pediríamos escritas a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. La Gomi (en realidad ya no recuerdo ni cómo se llamaba) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él. Y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no me quiero pelear con nadie. Y yo le dije: vamos, gordo, esta es tu oportunidad. ¿Qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
El gordo Manuel me miró:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Claro, hermano, mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen, en serio.
Fue así como una tarde de invierno de 1996 ó 1997, el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio contra su simpático y estúpido amigo del salón., nada más que eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El bueno del gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió. Finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces, en vista de la pena y de que no había nadie más alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parques escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con resinas photogray:
- Así parece.
Ya habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Alguno de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmm, entonces piensa que tendrás como para cinco o seis, o hasta siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clase.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, huevón. He llegado allí como a las once de la mañana, me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí. Se rieron de él, lo saludaron. La Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas de chocolate y dejó de llorar.
Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo. La Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- ¡Asu! Es como mierda.
- Sí. Es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije.- Yo sólo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían y después todo era azul. Había en el pasto de aquellas pequeñas flores amarillas que nos indicaban la llegada del verano. De repente salió el sol y la Hilacha preparaba un enorme canuto.
- Saben qué. Ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes. No me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio, hermano? Eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de diciembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí por las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel, volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Me entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber si por favor, alguno de ustedes tiene un encendedor, o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tarado ese de Gustavo Petrovich. Y entonces yo pensé que ya estaba puesto y pretendí estar drogado también. Incluso empecé a reírme de la nada. Pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro, que sino no pasaba nada (todo esto de darme de fumar parecía causarle placer) entonces le dije al gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha, hecho un adicto de mierda.
La Hilacha reía. Se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además, estaba con los ojos rojos y chinos como aquellos patos del Brasil, y cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.
V. Queen Jane
- Escucha -le dije a Lucía aquella tarde de invierno de 1997, un poco confundido pero con la seguridad de que lo que estaba haciendo era lo mejor.- Para empezar, tienes que darte cuenta y entender de que yo soy una mierda. No veo por qué dices que nos entendemos y que podemos llegar algo si seguimos con esto. Es simplemente absurdo, incoherente. Es una mierda...
Regresaba de la academia donde estudiaba supuestamente para ingresar a la Universidad. Ella y yo nos habíamos encontrado en un parque de Miraflores cerca al colegio religioso donde ella cursaba el tercer o cuarto año de secundaria. El parque donde estábamos sentados (en una banquita de concreto un poco maltratada por los años) había un pobre chico que corría y daba vueltas y vueltas alrededor nuestro en la vereda. Llevaba un polo de cachaco y tenía corte militar.
Desde donde yo me encontraba lo veía triste y aburrido de todo.
- Ahora te pones a llorar -le dije a Lucía- pero mañana me lo vas a agradecer, ¿entiendes por qué?
- ¿Por qué?
- Porque sé que el mundo da muchas vueltas y que tarde o temprano nos vamos a reencontrar, y no será para retomar esta relación ¿me entiendes?. Siento que, en determinado momento (tengo fe en ello) te darás cuenta de que lo mejor fue separarnos y ser sólo amigos...
- Vamos, Marcel -dijo más tarde, entre sollozos- ¿por qué no me dices de frente que estás aburrido de mí, que ya no te gusto y que has conseguido otra mejor que yo...?
Había conocido a una chica muy hermosa que coqueteaba conmigo, fumaba cigarrillos caros y veía películas francesas todo el tiempo.
- Sabes que no es así.
Lucía era bonita. Debajo de su uniforme verde y cuadriculado había un cuerpo ya formado. Había tenido la esperanza de que con el pasar de los años Lucía sería un bombón. Pero ahora tenía granos y lo que yo buscaba era algo más... ¿cómo decirlo? Algo más maduro, intransigente e irresponsable.
Por un minuto volví a pensar en cuando Lucía y yo nos conocimos, y casi pude ver a aquella chica que se mordía los labios y jugaba con su lapicero al momento de verme hablar y decir cosas importantes.
Pero a aquello le faltaba emoción. Estaba bueno salir con Lucía a caminar y pasear por el Centro Comercial y comprar helados. Saludar a sus padres y comer algo cada vez que la iba a dejar a su casa, en Los Álamos. Decir que era mi novia mientras ella sonreía y ocultaba algunos de los barritos que le salían constantemente en la frente, en la nariz o en la boca, cada vez que le venía la regla. Pero eso no era suficiente, lamentablemente, para mí al menos no lo era...
- Pero Marcel -Lucía elevó el tono de su voz- nunca estuve con alguien tanto tiempo... nunca quise tanto a otra persona...
- De verdad lo lamento.
Hubo una pausa larga en la que me dediqué a mirarme los zapatos.
- No. Marcel. No es cuestión de lamentarlo. -Lucía acabó con un paquetito de Kleenex y sacó de su mochila otro nuevo- No quiero tu pena. No me interesa. -Y después- He perdido nueve meses de mi vida con alguien que simplemente no me quería. Con alguien que un día vino y me dijo: se acabó.
El cielo había empalidecido.
- Mira, Lucía, yo nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes. Me conoces. Soy una persona demasiado inestable como para seguir con esto.
Lucía volvió a lagrimar. Ahora estaba quieta y no seguía ningún patrón. Por un minuto pensé que estaba meditando. Finalmente dijo:
- Te odio.
El chico que corría desapareció. Las aves volvieron a sus nidos. Algunos aviones atravesaron de par en par el cielo de Lima.
- Yo quiero ser escritor. -Y en seguida- Creo que no puedo seguir más contigo. Ya no puedo soportar más esto.
Lucía levantó su pequeña mochila verde y se fue.
Charlotte entró al salón de clases ese frío día de invierno de 1997 como atraída por un instinto asesino. Llevaba el pelo amarillo y lleno de rulos en la espalda, su caminar era inseguro y tambaleante.
Mala actitud la mía esa de pensar que la profesora de literatura en la academia horrible donde me encontraba coqueteaba conmigo. En realidad, lo único que hacía era guiñarme un ojo de vez en cuando e interesarse un tanto en mi aspecto. Finalmente (creo que fue un lunes) después de salir de clases esperé a que Milagros terminara de discutir con ella algo del Siglo de oro español (creo que Milagros no entendía bien que el Siglo de oro español era precisamente español) y la profesora, Charlotte Nolteus, le gritaba:
- Escucha, ¿ves esta lista? ¿la vez? Aquí están los del RENACIMIENTO, ¿puedes leer RENACIMIENTO? Aquí ¿ves?. No tiene nada que ver con el Siglo de oro español...
Finalmente Charlotte terminó de hablar con ella, cogió su maleta y se dirigió a la puerta. Me preguntó, consternada:
- Marcel, hijo, ¿podrías explicarle el curso a tu amiga?
Lancé una carcajada.
- ¿Cómo piensa usted que yo voy a lograrlo?
Charlotte Nolteus firmó el registro académico.
- Mira. Marcel, yo sé que tu eres un chico inteligente. Si te interesa tu amiga puedes hacer que lea algo de Petrarca o de Sor Juana Inés de la Cruz...
Yo estaba vestido con una camisa de franela azul a cuadros y un polo medio psicodélico. Cualquiera es cualquiera, y pudo muy bien tomarme como un chibolo más entre todos en el salón (tenía el pelo largo y saludable, lleno de rulos, y también llevaba un jeans azul medio decolorado y una sonrisa estúpida en la cara) pero Charlotte Nolteus siguió voraz sus instintos.
- Dudo que yo pueda obligar a que alguien más lea... -finalicé.
Milagros metió todas sus cosas en su mochila y salió del salón haciendo una mueca indescifrable.
- Tu amiga no respeta mucho a los profesores qué digamos.
Volví a reírme.
- Es un tanto rebelde.
- ¿Sí?, y dime ¿tú también eres rebelde?
- No.
Salimos. Afuera era un día helado de julio de 1997.
- Seguro te gusta leer, eres el que más interviene en clase.
Me mantuve callado.
- Lo que pasa es que yo quiero ser escritor.
- ¿Hablas en serio?
- Claro que sí.
Charlotte miró la avenida que se extendía entre árboles y postes de luz grises.
- Yo también soy escritora.
- En serio, y como qué cosas escribes -le pregunté.
- De todo un poco, ya sabes... cuentos, ensayos, poesía, novelas...
Charlotte Nolteus prendió un cigarrillo. Miré a mi alrededor. Luz del día nos daba cierto aspecto.
- Ah, entonces escribes en general.
- Eso depende mucho de mi estado de ánimo, y lo demás.
Charlotte Nolteus, todavía mi profesora, paró un taxi.
- Apuesto a que has leído a Kerouac... -alcanzó a decir.
- Claro...
- Muy bien, ya me enseñarás algo que hayas escrito la próxima clase.
- Por supuesto.
Charlotte, todavía mi profesora, me dio un beso en la cara.
- Sabes, luces bastante mayor para tener...
- Diecisiete.
- Eso...
Charlotte subió a su taxi y se alejó.
- Marcel.
- Profesora.
- Leí su texto.
- En serio.
- Creo que tienes mucho talento.
- ¿Usted piensa?
- Eres demasiado idealista.
- ¿Es eso es un problema?
- Puede ser un gran problema.
Asentí.
- Pero en su caso, yo lo veo...
- Usted lo ve...
- Por favor, Marcel, ya deja de tratarme de usted.
Miré la pista y el asfalto.
- ¿Cómo decirlo? -Charlotte hablaba demasiado. Estaba vestida muy mal (llevaba un saco marrón y unas sandalias) y la gente a mi alrededor siempre la miraban con ojos desorbitados, como diciendo...
- ¿Por qué?
- Por qué qué, profesora.
Meneo la cabeza, su pelo rizado y abultado en su espalda se movió con ella. En realidad, parecía una chica loca de los años setentas, algo así como una Virginia Woolf liberada de todo prejuicio, o una protestante de la universidad de Berkeley...
- Tu tema, Marcel.
- Así que es mi tema.
Charlotte Nolteus sonrió.
- Me refiero a que tu tema es muy extraño. Es muy raro, en sí, que alguien escriba...
- ¿Extraño por qué?
- Quizás por la época...
- Entiendo.
- Tiene muy poco que ver con tu entorno.
Y en seguida Charlotte divagó.
- Pero eso no quiere decir otra cosa que tienes una gran capacidad de imaginación...
Sonreí.
Charlotte Nolteus preguntó:
- Dime, te apetece comer algo.
Me alarmé. Milagros y algunas amigas suyas miraron la escena excitadas.
Volví a sonreír.
- ¿Qué dices?
De repente me encontré muy confundido. Miré el KFC detrás mío. Charlotte Nolteus observó a Milagros y a sus amigas con una expresión desconcertante, era como si nada en el mundo le interese lo suficiente. Excepto yo.
- ¿Un café?
Meneé la cabeza.
- Sale.
Charlotte Nolteus paró un taxi y nos alejamos.
(Casa Paralelepípedo)
“Prefiero ser más discreto que un santo. La mayoría de las cosas que hacemos con nobleza pueden ser castigadas como maldad. No sobreviviría yo a una próxima inquisición o a la dictadura vaginal. Por el momento me estoy sobreviviendo a mí mismo. Siempre fui bastante canalla. Quise cobrarle a la vida al contado. Alguna factura tuve que pagar. Pero lo más importante es la salud. Espero que el sexo sea equivalente a la buena salud. Yo creo que lo bueno, si es mucho, es muchas veces bueno. Puedo haber sido cruel, pero nunca con maldad. No soporto la violencia doméstica, pero supongo que debe haber una vez en la vida en que se justifica partirle la trompa a una mujer. También ahí pagas factura. Mi desprecio al dinero viene de esto. Es un homenaje al público. Y a la música. Y al que le haya puesto este nombre”. Cae la tarde. “Charlemos sobre música, que es lo más lindo después de la música”, dice Andrés mientras pincha uno de los disco (o dedos) de El salmón “para ver si realmente están buenos. Si no lo son y te dan un revólver, es como para matar a alguien.”
2000, Andrés Calamaro
I. Aceite de hashís
Es otoño en Lima. La gente ha dejado de pensar un poco en el verano. Junto a mí, Porongo sorbe otro poco de su cigarrillo, se relaja y deja correr el humo. Deja pasar tras de sí las horas muertas y negras que vivió cuando el atardecer que se veía desde las ventanas de su casa en la Molina parecieron Palms Spings con nubes rojizas y palmeras. Con piscina.
Pero ahora él piensa en otra cosa y sostiene su cámara portátil (supongo que será lo último que se compró, tras la buena venta del peso de su aceite de hashís) y filma, hace travelings. Excelentes tomas de traseros y sudorosos senos que se baten y tantean entre los cuerpos todavía bronceados de las chicas, en permanentes blue jeans ajustados.
- ¿Qué te parece, Caneto?
- Excelente. Excelente...
Porongo sorbe otra vez su cigarrillo y luego lo bota.
- ¿Secaste tu hierba?
- Aún no.
- Pues deberías.
Una chica casi imperceptible desde donde estamos Porongo y yo es filmada con un zoom de verdad potente, mientras conversa con alguien que parece ser un profesor o algo por el estilo. Porongo suelta una pequeña risa. De pronto el atardecer nos sorprende con nubes moradas, y a cada minuto estamos más lejos de la realidad y se hace de noche.
Porongo usa en su cámara portátil un modo nocturno mediante el cual todo lo que filma se ve verde e intenta hacer un juego de imágenes entre los ojos del profesor y las estupendas tetas de una chica (que creo que se llama Dianita Calibre 38 o algo por el estilo) y en los ojos de Porongo veo una expresión que por algún motivo hace que me vea a mí mismo en su mirada y en su peinado, que es una mezcla entre corte militar y un punk extraño, pero eso no es nada del otro mundo y Porongo prende otro cigarrillo.
Es otoño en Lima.
- Mierda, esta porquería no funciona.
Porongo pide mi encendedor y yo se lo alcanzo. Deja a un lado la cámara y se dedica a fumar.
Sentado en la banca de un parque que no conozco bien cerca a donde solía pasear con Melisa este verano, pienso como un loco y fumo mucha marihuana verde que no puedo sorber porque está húmeda y no me sirve para nada. Anoche me la pasé bebiendo y fumando como un degenerado, no me acuerdo bien si llegué a mi casa con el pan en la mano o si alguien llegó antes que yo con el pan o como fue, cosa es que el recuerdo más cercano que tengo es el de mi propia imagen circunspecta sentado en la mesa por la mañana, tomando café puro hasta que la bolsa de pan desapareció, y mi perro Pincky se asustó tanto que me preguntó que por qué dormía en el piso, o quizá solo me miró extrañado cerca de las dos horas que pasaron, antes de que me despertara y pudiera arrastrarme hasta mi habitación en el tercer piso donde pernocté cerca de diez horas. Luego pude volver en mí y, sin ducharme ni nada, salí a caminar por las callejuelas locas de Surco un poco alejado de mi hogar (si uno toma en cuenta que lo único que hice fue caminar y caminar) y por alguna extraña razón me pongo triste al pensar en la noche que pasé. Y pienso en Melisa como aquellos patos chinos del Brasil (tan enamoradizos todos) que no pueden ni volar, ni escribir, ni nada. Y luego recuerdo la reunión de anoche, las caras tapiadas de aquellas chicas de minifaldas cortas y piernas apetecibles. En el olor fétido del baño y la cerveza, en el dolor de mi abdomen mientras sorbía (y cada sorbo era un vaso más) y bebía, y también fumaba, y conversaba un poco con la gente de cosas incoherentes, y vestía una camisa negra y un pantalón negro y mis zapatillas eran por igual negras. Mientras el gordo Manuel sonríe (es una sonrisa espantosa) diciéndome que lo acompañe al baño, que en el bolsillo de su casaca de cuero tiene un poco de mármol blanco, que en realidad es una buena y enorme papelina llena de cocaína brillante. Luego Porongo, sentado en un sillón de su sala, le cuenta a un amigo suyo la fructífera venta de todo su aceite de hashís durante el verano pasado, mientras beben y miran por la ventana algo fuera de mi alcance visual. Entonces yo digo -okey- un poco tentado, pero no menos deprimido (por lo general, cuando inhalo, me vienen esas terribles bajonas en las que no puedes hacer otra cosa que no sea mirar con tristeza la nada)... Finalmente termino encerrado en el baño con el gordo Manuel:
- ¡Ñac! ¡Ñac! Está muy buena, huevón.
- ...Sí, de veras.
Manuel lame el papel manteca, absolutamente loco, sus ojos que van en espiral.
- Vamos, párchame más gordo.
El gordo Manuel sostiene sus lentes y mira a ambos lados (y es como si alguien pudiera infiltrarse entre las paredes o entre las rejillas de las lunas tapadas) me hace una mueca espantosa y saca del bolsillo más pequeño y más escondido de su casaca de cuero marrón otra papelina exactamente igual a la anterior.
- Vamos, gordo, que sea una montañita para detener el tiempo...
El gordo lanza una carcajada. Echa en la parte posterior de mi mano una montañita blanca de cocaína.
- ¡Uhg!
- Muy bueno, de verdad tío.
Creo que fue entonces cuando empecé a dejar de sentir los dientes y la cara. Estallé de risa. Empezó a sonar algo que era una especie de cumbia que ya nadie bailaba. El gordo Manuel y yo nos miramos y entramos a la sala (afuera, en el jardín, algunos cuantos estúpidos sujetos bailaban con algunas cuantas chicas de minifaldas raídas, y nadie allí se había metido cocaína en el baño, solo el gordo Manuel y yo) donde Porongo y su amigo, de cabeza rapada y extraños ademanes al hablar, contaban historias de drogas y miraban por la cámara portátil una colección fundamental de culos y sudorosas tetas.
- ...Entonces ¡fuuuaaaaaa! la habitación se iluminó. -Porongo rió. El tipo pelado, que contaba la historia, esbozó una agradable sonrisa.- Uno miraba ese pedazo de paco y pensaba: “Oh no Dios mío... pero por qué tanto...”.
El tipo pelado y de ademanes extraños sonrió.
- ¿Era una mimosa?...
El Pelado hizo un sonido extraño:
- ¡Pfffvhgfarsjnh!
Porongo me miró sonriendo:
- Puta, yo me acuerdo de esas épocas, huevón...
Me sorbí la nariz. Sentí el sabor de aquella potente cocaína en mis fosas nasales y en mi esófago.
- Sangraba... -dijo el pelado, riéndose.
Intenté imaginar aquello.
- ¿A qué te refieres? -preguntó alguien.
Porongo rió.
Un tío muy llamativo y de asqueroso acento español, viene y me dice:
- Es una mierda.
Y yo le digo:
- ¿Pero por qué, hermano?...
Y él me dice:
- Coño, necesito un porro.
Y cuando estamos en la puerta, cuando estamos prendiendo ese canuto enorme que traigo entre las manos, el tipo que en realidad es un español horrible y tiene Cabeza de Pescado, me dice:
- ¡Joder! Debí meterle la mano más fuerte, huevón.
- ¡A quién!
- A ella pues, tío.
Pero ella no está por ningún lado y yo no sé a quién carajo se refiere, hasta que me explica que es una tía que estudia en la facultad pero que no está en nuestro salón (y me pregunto por qué Cabeza de Pescado dice que está en mi salón) y luego dice que la chica a la que él le ha metido la mano estaba ebria, pero no lo suficientemente ebria. Y ella vino y le metió un lapo y todo el mundo lo vio. Y luego me dice que esta misma chica ahora se encerró en una habitación con este tío tan gordo y tan pesado que estaba conversando conmigo. Finalmente, Cabeza de Pescado dice que todo el tiempo ha sido así y que debió meterle más fuerte la mano, que su minifalda veraniega estaba bonita y suave.
Le da una enorme calada a mi canuto tosiendo y despidiendo un montón de humo por la boca.
- No sé qué hacer, coño.
- Relájate, tío -le aconsejo.
Cuando regresamos a la sala, Cabeza de Pescado y yo estamos muy volados y continuamos bebiendo. Luego Porongo y su amigo nos enseñan algunas tomas que han logrado captar con su fabulosa cámara portátil Panasonic, y todos se ríen. El audio está encendido y por momentos escucho mi propia voz gravada, y es todo tan espantoso, siento una profunda acidez en mi estómago y luego veo el trasero de Melisa gravado y le empiezo a prestar atención a todo. Porongo ríe como nunca lo he visto reírse antes y cuando se saca los anteojos de sol sus ojos están rojos, inyectados de sangre, y pienso que ha estado fumando hashís con su pipa todo este tiempo...
En las imágenes de la cámara veo un sinnúmero de tetas y de acercamientos estremecedores. Veo con cuidado las piernas de Melisa y reconozco el vestido que lleva puesto. Es uno de aquellos vestidos que a mí me gustaban tanto, que llevó un par de veces a la playa cuando nos fuimos al sur el verano pasado.
Es otoño en Lima.
Ahora vuelvo a intentar prender este canuto pero no puedo y es un domingo terrible que no quisiera haber vivido jamás. Y espero a que se haga de noche mientras no leo las notas periodísticas que tengo que leer para la Universidad. Y aunque no lo quiera, pienso un poco en Melisa: en nuestra separación y en lo demás.
Es otoño del 2003.
Y cuando se ha hecho de noche, se han prendido todos los faroles amarillos del parque, y tengo que ponerme de pié y caminar. Hay un grupo de chicos cerca. Uno de ellos tiene como mi edad y luce pinta de escuchar música reggae y fumar mucha marihuana todo el día. Junto a él hay como unas cuatro o cinco personas más y entre todos prenden un wiro, y una chica (que por alguna razón, hace que me acuerde de Melisa durante el verano pasado) se esconde por entre las bancas del parque y algunos arbustos, le da una pitada a aquel pedazo de wiro y tose...
II. Pacto entre caballeros
Entonces viene Marc, hecho un bólido, pensando en que todos se han confabulado en contra de él, y es cuando pienso en que este tipo está realmente loco, y tiene esa vena en la frente que late, y late, y sigue latiendo mientras dice:
- ¡Gustavo!
- ¿Qué te sucede?
Estamos sentados en una banquita en el parque frente a su casa, y yo armo un wiro. Tengo el cabello despeinado y la cabeza hecha un lío.
Marc está hablando como un desquiciado.
- Tranquilízate, por Dios, Marc. Fuma un poco.
Prendí el wiro. Marc volteó su angustiado cuello y miró por un segundo más el parque y la nada. Era primavera del año 2000, y el frío era estremecedor.
- Tranquilízate Marc, nada sacas apurando conclusiones.
Era odioso tener que aguantarlo, pendiente de Lucciana y Marcel, y tener que aguantar sus celos, mientras yo estaba tan arruinado, tan celoso y tan angustiado como él. Di otra buena calada a aquel enorme wiro.
- Gustavo, ¿tienes necesariamente que fumar esa mierda?
Era sábado al mediodía. Había llamado a Lucciana. Celular apagado. Fui a buscar a Marc.
- ¿Llamaste a Lucciana?
- No.
- Es una perra total, verdad.
Asentí.
- Lo que dices es muy cierto, hermano.
En seguida me asaltaron otra vez las dudas y el fuerte malentendido de estas últimas semanas del mes de octubre y noviembre. La transformación final de Lucciana (de un suave materialismo light a un fuerte mierdismo constante, propiciado fundamentalmente por mis amigos y yo) el suave tintineo de las gotas de lluvia y el tropezarnos siempre con la misma realidad. O sea, éramos tan unidos y estábamos tan sumergidos en la misma mierda, que nos enamorábamos de la misma chica y los sentimientos (abundantes) se mezclaban, se transformaban en una misma cosa, extraña.
- Dime, tienes que fumar esa mierda... -repitió Marc.
- Tranquilízate.
Miro a través de los árboles y la distancia. Era como si alguien estuviera pendiente de nuestros actos.
Me dijo que estaba arreglando su computadora (era algo que siempre hacía Marc, intentando desfogar su ansiedad) y que lo buscara más tarde, porque estaba ocupado arreglando su computadora y porque Lucciana era una puta.
Lo dijo en inglés, como jugando:
- Bitch, bitch, bitch...
- Vamos Marc.
Se sentó en su sillón. Desde allí el pálido cielo de noviembre se volvió negro. Marc tomó algo como una pinza y empezó a manipular una cosa verde llena de cables. Empezó a balbucear.
- ¿Por qué no vas a buscar a Marcel y lo traes?
El cuarto estaba oscuro. Sonaba algo como una estufa en alguna parte. Arrojé los anteojos de sol de Marc encima del sillón y me puse de pié.
Marc me llevó hasta la calle. Nos sentamos en aquella banca, en el parque, y me puse a armar aquel wiro sin ningún motivo aparente. Marc seguía hablando de Lucciana, como si ya no existiera nada más en el mundo, y alrededor nuestro la gente estaba sumamente cansada, los ancianos avanzaban lentamente por la vereda y la gente llevaba muecas horribles en la cara. Otra vez con los anteojos de sol puestos todo se ve oscuro y el cielo está lleno de señales.
Parece invierno.
Marc (que siempre ansió una vida perfecta) se pone finalmente de pié y dice cosas como: tenemos que conseguir chicas bellas, tenemos que conseguir dinero, tenemos que salir los sábados a la noche a bailar.
- Avísale a Marcel -me dice.
Yo le contesto frunciendo el ceño, despidiendo una nube de humo en su cara. Marc dice que ninguna chica se va a acercar a mí mientras siga con esta absurda actitud. No mientras sea un fumón y no me bañe.
- Vete a la mierda -le digo.
Escuchamos en un casete un disco con lo que según dice Marcel es lo último, pero lo último, de Andrés Calamaro. Dice que es un disco quíntuple, un álbum sin precedentes en la historia. La cosa es que anoche Marcel estaba en un micro sin interesarse por nada en especial, mientras (no sé si regresaba de la Universidad o de la casa de quién) por la radio un tipo comentó que a las once de la noche iban a pasar el último disco de Andrés Calamaro, después de Honestidad Brutal (1999). Así que el disco se llama El Salmón y Marcel lo grabó apenas llegó a su casa. Es noviembre del año 2000.
Nada sigue ningún tipo de ilación y todo parece producto de altas dosis de anfetaminas. Y yo, para variar, sigo fumando mientras me dirijo pasaje por pasaje hasta la casa de Marcel. Los árboles son verdes y están llenos de hojas, y los caracoles esta primavera se reproducen con especial rapidez (no quisiera imaginarme cómo se tira un caracol a otro, pero es inevitable) y antes de seguir con este pensamiento, la señora Beltrán, que es una señora algo mayor que pinta cuadros paisajistas y vive en el primer piso de la casa de Marcel, me aborda en una conversación innecesaria cuando todavía no he terminado de apagar el cigarro de marihuana que estoy fumando.
- Hijo, tienes que pasar un día a mi casa a tomar un café.
Asiento amablemente con la cabeza y subo por la escalera caracol (otra vez esa imagen) que me conduce a la puerta donde se supone encontraré a Marcel. La señora Beltrán sigue mirándome mientras revisa algunas de sus flores. Yo sólo espero encontrar a Marcel en condiciones como para discutir algunas cuantas cosas.
- Eres tú -me dice. Se hace a un lado y me deja pasar.
Su habitación está hecha un desastre. No es nuevo, pero por algún motivo cae a pelo con el contexto. Suena el casete pirata en el que anoche grabó el primer disco del nuevo álbum de Andrés Calamaro y yo le digo que me parece bien. Marcel dice que debe ser el único en esta ciudad que tiene las canciones del primer disco de El Salmón. Yo le digo que eso no debe ser cierto del todo.
- ¿Adónde te estás yendo? -le pregunto mientras me recuesto en el sillón rojo en medio de su sala, y lo contemplo caminar de un lado a otro dejando ropa limpia y ropa sucia por doquier.
Marcel me mira algo confundido y en seguida dice que va a encontrarse con esa tía afrancesada con la que se acostó hace tiempo. Mira con melancolía la sala. Tiene puesto un par de calzoncillos bóxer que le llegan a las rodillas y una camisa a cuadros algo (completamente) pasados de moda. Y por alguna razón esa imagen me conmueve y pienso en que no le creo nada, porque ese sujeto sabe que yo sé que él está igual de enganchado con Lucciana (a quién yo le presenté, no sólo a él, sino a todos) igual de enganchados que yo, o que Marc, o que cualquiera de nosotros. Y con la diferencia de que él tiene que ir a verla porque a Lucciana se le antoja, a Lucciana se le antoja él y no yo. Y es por eso que Marcel tiene que partir de inmediato a su encuentro.
Salimos de su casa y bajamos por la escalera caracol. La señora Beltrán se despide de nosotros con una sonrisa y el señor Beltrán (no me había percatado de él hasta ahora) lanza una carcajada, y yo me pregunto que por qué diablos el señor Beltrán es idéntico a Roberto Bolaño. Y me da miedo. Una nube de humo llega a mis narices a la altura del parque. Son la una de la tarde y la gente alrededor nuestro almuerza. Marcel se da un tiempo para darme un poco más de fumar y comenta algo de una canción de Calamaro que termina con el sonido de una bomba nuclear. Marcel fuma y se ríe. Comentamos algo sin importancia y en seguida él toma un micro y se va.
Me pregunto si por fin mi pinta de adolescente recatado fue reemplazada por la de fumón sin remedio. Espero que no demore mucho el cambio.
Me olvidé de avisarle a Marcel que su gran amigo Marc ha decidido cambiar definitivamente de estilo de vida, en vista de que la bohemia marginal que decidimos llevar a cuentas hace mucho tiempo (nada de consumo, nada de progreso, nada de expectativas de vida) no nos ha traído otra cosa más que una decadencia adolescente. Hace días que no me baño, ni me afeito, ni me cambio de ropa.
El colegio se ha vuelto una especie de criatura antropomorfa que me persigue a todos lados. Mi mejor amigo, Walter (en otras épocas fiel jugador de fútbol en la canchita de cemento e hincha incondicional de Alianza Lima) se unió a nosotros. Estábamos hartos de sistema y del cruel destino de sus detractores, queríamos ser hippies y no nos importó volvernos oscuros. Leímos a Kerouac y leímos American Pycho. Finalmente encontramos a una chica capaz de entendernos, capaz de reírse y compartir opiniones con nosotros, y resultó todo mal. Resultó que la volvimos mala, y le metimos un montón de ideas equivocadas en la cabeza. Le enseñamos a usar drogas y ahora ella salió de nuestro control. Empezó a actuar por sí sola y nos hizo daño. Al menos a mí me hizo daño, y sé que no pasará mucho hasta que esto explote.
Ahora el pacto entre caballeros que teníamos no vale nada, y se ha vuelto un pacto silencioso, de yo no digo, yo no hago nada, ni me muevo de mi guarida, ni tengo a nadie.
III. Son decisiones que uno toma
Es decir, cuando una está ahí, absolutamente sola, se concentra tanto (o será que no tengo por lo demás un momento de suma concentración) y miras la pared, que en mi caso es una pared blanca, hermosa, sin nada de gloria. Y pienso que detrás de esa pared, hay otra pared (o de todos modos cago) y no es una imagen bonita, pero es una imagen, y eso ya es bastante.
Llega Michael, o alguien ha tocado el timbre.
Envuelvo un poco de papel higiénico entre mis dedos y continúo. El papel higiénico es suave, casi algodonezco, y puedo sentirlo bien apenas rozándolo con mi piel. Cuando salgo del baño, me miro en el espejo y enjuago mis manos con un poco de agua que sale del fregadero. Tengo puesta todavía la pijama a pesar de que es viernes, y he llegado del Colegio cansada, sin ganas de nada (aprovechando que todavía no comenzaron mis clases de Inglés). Así que mamá dice que ya llegó Michael, y yo intento bajar las escaleras pero ella me detiene.
- ¿Cómo se te ocurre bajar así?
Al final es lo mismo, pienso, si acabo de cagar. Y mientras cagaba no pensaba en Michael, que ahora espera abajo dando pasos cuidadosos sobre el piso brillante. Cuando he terminado de ponerme el calzón (tengo todavía las tetas al aire) papá entra en mi cuarto.
Es una escena típica: yo doy de gritos por todos lados y él se cubre un tanto los ojos al hablar.
- ¡Vete! ¡Vete!
Cierra la puerta con un sonido hosco (hueco, acaramelado) y yo pienso en que de todos modos de aquí a un rato nadie se acordará de nada. Me pongo el sostén, negro, y en seguida me pongo lo más rápido que puedo un pantalón buzo, algo cómodo, de rayas rojas a ambos lados, y me meto debajo de un polo apretado ensayando palabras y sonrisas.
- Michael...
Caneto baja las escaleras del Colegio. Es viernes y el invierno nos ha tratado mal. Se dirige directamente donde Cynthia y le da un beso. No es un beso cariñoso, sino más bien educado, en una mejilla. No es nada fuera del otro mundo. Ni me sugestiona lo suficiente, ni nada.
Por lo pronto es aburrido estar en Quinto año de secundaria, y converso con Yesenia.
- Chica, por favor.
- ¿Qué?
Yesenia me mira con una media sonrisa burlona. Le guiña un ojo a su primo (que por esas cosa de la vida, es Caneto) y continúa hablando conmigo.
- Ahora que estás con Michael nada puede ser tan malo.
Me pregunto por qué Yesenia hablará así de Michael.
- No entiendo, ¿qué tiene que ver Michael o qué?
Mira un minuto a toda la gente que se desplaza debajo 0en distintas direcciones, le da mayor énfasis a todos esos chicos que patean el balón de fútbol en la canchita de cemento.
- Mira, ya se acabó el colegio...
Yesenia le enseña el dedo de el medio a alguien. Creo que a su primo.
- Me haré un piercing -comenta después de un rato.
- ¿Ya te dije que estás loca?
Balbucea un par de cosas que no logro escuchar. De repente el gordo Manuel y Caneto están aquí con nosotras, en el segundo piso, y Yesenia les sonríe en plan de “Yesenia” y me dan ganas de vomitar. Caneto empieza con lo mismo.
- ¿Cómo te va, Melisa?
- Bieeeen...
Sonríe.
Algo en Caneto y Yesenia me tiene preocupada.
- Ese “bien” sonó muy largo, ¿no crees?...
Y en seguida:
- ¿Qué tal te va con tu novio?
- ...enamorado.
- Es igual.
- ¿Tiene nombre, sabías?
- Apenas lo conozco.
Pausa.
Yesenia y el gordo Manuel conversan. Creo que Yesenia está en plan “sabotear a Michael”. Me pregunto si todos aquí saben que Caneto puede arruinar mi mundo en una hora.
Arrastro a Yesenia a unos metros de allí.
- ¿Qué te pasa?
Trato de inventar alguna excusa.
- Mmm...
Yesenia acaricia mis mejillas y yo miro de reojo a Caneto. Comenta algo con el gordo Manuel y creo que ambos escupen del segundo piso.
- Huevona... -empiezo- creo que me ha venido la regla...
- ¿Qué?
- ¿Tienes una toalla?...
Yesenia hace una mueca con una cara que no entiendo.
- En mi mochila hay.
Desaparezco de la escena entonces.
Son decisiones que uno toma, me repito mientras escribo mi diario personal en mi mesa de noche una vez que se ha ido Michael y estoy en pijama de nuevo. Son decisiones que uno toma en la adolescencia, mientras todavía se es joven y no se han perdido las esperanzas totales para con el futuro. Suena un poco raro que yo diga algo así, tomando en cuenta mi edad, y la posición de mi cuerpo. No sé si soy bonita, en realidad, escribo, pero creo que sí soy bonita. Y si no lo soy todavía, de seguro lo seré. Al final todo es tan ridículo, pienso, la belleza femenina se marchita y se muere (creo que eso lo leí en un poema de Bécquer) pero yo todavía tengo dieciséis años, me falta mucho por vivir, y llevo una vida que se puede llamar “muy normal” en una casa “más o menos decente” en una familia “más o menos ideal”. Con un padre y una madre que hacen lo que pueden por mí. Y lo demás está bien por ahora...
Son decisiones que uno toma, en cambio, a mí Caneto no me dijo nada cuando se metió con Cynthia, y tampoco me dijo nada después. No sé si él se dio cuenta de algo, o si Yesenia solo intenta utilizar a la gente para divertirse un rato. En realidad, a mí ya no me importa nada, y me da igual si Caneto se come una mariposa o no (yo una vez me comí una mosca) pero esto ya no lo escribo, sino que lo pienso mirando la ventana y el cielo negro, que se extiende a todos lados, y hace mucho frío. La neblina borra todo vestigio de civilización y los árboles apenas se pueden ver difuminados en imágenes obtusas, y la luz amarilla vomitada por los postes de luz por la noche.
Ya no quiero pensar más en por qué estoy con Michael. Quizá si le digo varias veces que lo quiero y que me gusta y que me encanta su apellido y su mirada seria, me lo creeré. Su peinado, y la parsimonia que usa al hablar. Quiero olvidarme de Michael y del Colegio, y de Caneto. Quiero olvidarme que yo soy Melisa, que tengo dieciséis años, que es invierno, que llegó el año 2000. Y así como llegó, se fue...
IV. Caneto´s Flashback I
Yo quería montar bicicleta a los diez años. Cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996 y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré con amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido y concentrado que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Y entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a Los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, a cada rato, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía ropa nueva porque nunca la usaba. Me sentí como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, y con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí hacia una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando por fin pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos. Me dijeron, bien, muy bien, o buen intento.
Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero, como era de esperarse, yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos de aquel parque cerca a Los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a Los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar patines (porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas) fumando cigarrillos en el parque, que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade de mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación, y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta de nada, y antes de lo imaginado a la Gomi su novio ya le daba más vueltas que pollo a la brasa. Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer, o sino veíamos a los pájaros en algunos de los parques de los alrededores, o sino solíamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos fumábamos, nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas de amor (que en realidad ni siquiera escribía) a la Gomi. Se las pediríamos escritas a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. La Gomi (en realidad ya no recuerdo ni cómo se llamaba) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él. Y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no me quiero pelear con nadie. Y yo le dije: vamos, gordo, esta es tu oportunidad. ¿Qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
El gordo Manuel me miró:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Claro, hermano, mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen, en serio.
Fue así como una tarde de invierno de 1996 ó 1997, el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio contra su simpático y estúpido amigo del salón., nada más que eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El bueno del gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió. Finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces, en vista de la pena y de que no había nadie más alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parques escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con resinas photogray:
- Así parece.
Ya habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Alguno de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmm, entonces piensa que tendrás como para cinco o seis, o hasta siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clase.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, huevón. He llegado allí como a las once de la mañana, me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí. Se rieron de él, lo saludaron. La Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas de chocolate y dejó de llorar.
Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo. La Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- ¡Asu! Es como mierda.
- Sí. Es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije.- Yo sólo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían y después todo era azul. Había en el pasto de aquellas pequeñas flores amarillas que nos indicaban la llegada del verano. De repente salió el sol y la Hilacha preparaba un enorme canuto.
- Saben qué. Ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes. No me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio, hermano? Eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de diciembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí por las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel, volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Me entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber si por favor, alguno de ustedes tiene un encendedor, o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tarado ese de Gustavo Petrovich. Y entonces yo pensé que ya estaba puesto y pretendí estar drogado también. Incluso empecé a reírme de la nada. Pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro, que sino no pasaba nada (todo esto de darme de fumar parecía causarle placer) entonces le dije al gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha, hecho un adicto de mierda.
La Hilacha reía. Se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además, estaba con los ojos rojos y chinos como aquellos patos del Brasil, y cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.
V. Queen Jane
- Escucha -le dije a Lucía aquella tarde de invierno de 1997, un poco confundido pero con la seguridad de que lo que estaba haciendo era lo mejor.- Para empezar, tienes que darte cuenta y entender de que yo soy una mierda. No veo por qué dices que nos entendemos y que podemos llegar algo si seguimos con esto. Es simplemente absurdo, incoherente. Es una mierda...
Regresaba de la academia donde estudiaba supuestamente para ingresar a la Universidad. Ella y yo nos habíamos encontrado en un parque de Miraflores cerca al colegio religioso donde ella cursaba el tercer o cuarto año de secundaria. El parque donde estábamos sentados (en una banquita de concreto un poco maltratada por los años) había un pobre chico que corría y daba vueltas y vueltas alrededor nuestro en la vereda. Llevaba un polo de cachaco y tenía corte militar.
Desde donde yo me encontraba lo veía triste y aburrido de todo.
- Ahora te pones a llorar -le dije a Lucía- pero mañana me lo vas a agradecer, ¿entiendes por qué?
- ¿Por qué?
- Porque sé que el mundo da muchas vueltas y que tarde o temprano nos vamos a reencontrar, y no será para retomar esta relación ¿me entiendes?. Siento que, en determinado momento (tengo fe en ello) te darás cuenta de que lo mejor fue separarnos y ser sólo amigos...
- Vamos, Marcel -dijo más tarde, entre sollozos- ¿por qué no me dices de frente que estás aburrido de mí, que ya no te gusto y que has conseguido otra mejor que yo...?
Había conocido a una chica muy hermosa que coqueteaba conmigo, fumaba cigarrillos caros y veía películas francesas todo el tiempo.
- Sabes que no es así.
Lucía era bonita. Debajo de su uniforme verde y cuadriculado había un cuerpo ya formado. Había tenido la esperanza de que con el pasar de los años Lucía sería un bombón. Pero ahora tenía granos y lo que yo buscaba era algo más... ¿cómo decirlo? Algo más maduro, intransigente e irresponsable.
Por un minuto volví a pensar en cuando Lucía y yo nos conocimos, y casi pude ver a aquella chica que se mordía los labios y jugaba con su lapicero al momento de verme hablar y decir cosas importantes.
Pero a aquello le faltaba emoción. Estaba bueno salir con Lucía a caminar y pasear por el Centro Comercial y comprar helados. Saludar a sus padres y comer algo cada vez que la iba a dejar a su casa, en Los Álamos. Decir que era mi novia mientras ella sonreía y ocultaba algunos de los barritos que le salían constantemente en la frente, en la nariz o en la boca, cada vez que le venía la regla. Pero eso no era suficiente, lamentablemente, para mí al menos no lo era...
- Pero Marcel -Lucía elevó el tono de su voz- nunca estuve con alguien tanto tiempo... nunca quise tanto a otra persona...
- De verdad lo lamento.
Hubo una pausa larga en la que me dediqué a mirarme los zapatos.
- No. Marcel. No es cuestión de lamentarlo. -Lucía acabó con un paquetito de Kleenex y sacó de su mochila otro nuevo- No quiero tu pena. No me interesa. -Y después- He perdido nueve meses de mi vida con alguien que simplemente no me quería. Con alguien que un día vino y me dijo: se acabó.
El cielo había empalidecido.
- Mira, Lucía, yo nunca he querido hacerte daño. Tú lo sabes. Me conoces. Soy una persona demasiado inestable como para seguir con esto.
Lucía volvió a lagrimar. Ahora estaba quieta y no seguía ningún patrón. Por un minuto pensé que estaba meditando. Finalmente dijo:
- Te odio.
El chico que corría desapareció. Las aves volvieron a sus nidos. Algunos aviones atravesaron de par en par el cielo de Lima.
- Yo quiero ser escritor. -Y en seguida- Creo que no puedo seguir más contigo. Ya no puedo soportar más esto.
Lucía levantó su pequeña mochila verde y se fue.
Charlotte entró al salón de clases ese frío día de invierno de 1997 como atraída por un instinto asesino. Llevaba el pelo amarillo y lleno de rulos en la espalda, su caminar era inseguro y tambaleante.
Mala actitud la mía esa de pensar que la profesora de literatura en la academia horrible donde me encontraba coqueteaba conmigo. En realidad, lo único que hacía era guiñarme un ojo de vez en cuando e interesarse un tanto en mi aspecto. Finalmente (creo que fue un lunes) después de salir de clases esperé a que Milagros terminara de discutir con ella algo del Siglo de oro español (creo que Milagros no entendía bien que el Siglo de oro español era precisamente español) y la profesora, Charlotte Nolteus, le gritaba:
- Escucha, ¿ves esta lista? ¿la vez? Aquí están los del RENACIMIENTO, ¿puedes leer RENACIMIENTO? Aquí ¿ves?. No tiene nada que ver con el Siglo de oro español...
Finalmente Charlotte terminó de hablar con ella, cogió su maleta y se dirigió a la puerta. Me preguntó, consternada:
- Marcel, hijo, ¿podrías explicarle el curso a tu amiga?
Lancé una carcajada.
- ¿Cómo piensa usted que yo voy a lograrlo?
Charlotte Nolteus firmó el registro académico.
- Mira. Marcel, yo sé que tu eres un chico inteligente. Si te interesa tu amiga puedes hacer que lea algo de Petrarca o de Sor Juana Inés de la Cruz...
Yo estaba vestido con una camisa de franela azul a cuadros y un polo medio psicodélico. Cualquiera es cualquiera, y pudo muy bien tomarme como un chibolo más entre todos en el salón (tenía el pelo largo y saludable, lleno de rulos, y también llevaba un jeans azul medio decolorado y una sonrisa estúpida en la cara) pero Charlotte Nolteus siguió voraz sus instintos.
- Dudo que yo pueda obligar a que alguien más lea... -finalicé.
Milagros metió todas sus cosas en su mochila y salió del salón haciendo una mueca indescifrable.
- Tu amiga no respeta mucho a los profesores qué digamos.
Volví a reírme.
- Es un tanto rebelde.
- ¿Sí?, y dime ¿tú también eres rebelde?
- No.
Salimos. Afuera era un día helado de julio de 1997.
- Seguro te gusta leer, eres el que más interviene en clase.
Me mantuve callado.
- Lo que pasa es que yo quiero ser escritor.
- ¿Hablas en serio?
- Claro que sí.
Charlotte miró la avenida que se extendía entre árboles y postes de luz grises.
- Yo también soy escritora.
- En serio, y como qué cosas escribes -le pregunté.
- De todo un poco, ya sabes... cuentos, ensayos, poesía, novelas...
Charlotte Nolteus prendió un cigarrillo. Miré a mi alrededor. Luz del día nos daba cierto aspecto.
- Ah, entonces escribes en general.
- Eso depende mucho de mi estado de ánimo, y lo demás.
Charlotte Nolteus, todavía mi profesora, paró un taxi.
- Apuesto a que has leído a Kerouac... -alcanzó a decir.
- Claro...
- Muy bien, ya me enseñarás algo que hayas escrito la próxima clase.
- Por supuesto.
Charlotte, todavía mi profesora, me dio un beso en la cara.
- Sabes, luces bastante mayor para tener...
- Diecisiete.
- Eso...
Charlotte subió a su taxi y se alejó.
- Marcel.
- Profesora.
- Leí su texto.
- En serio.
- Creo que tienes mucho talento.
- ¿Usted piensa?
- Eres demasiado idealista.
- ¿Es eso es un problema?
- Puede ser un gran problema.
Asentí.
- Pero en su caso, yo lo veo...
- Usted lo ve...
- Por favor, Marcel, ya deja de tratarme de usted.
Miré la pista y el asfalto.
- ¿Cómo decirlo? -Charlotte hablaba demasiado. Estaba vestida muy mal (llevaba un saco marrón y unas sandalias) y la gente a mi alrededor siempre la miraban con ojos desorbitados, como diciendo...
- ¿Por qué?
- Por qué qué, profesora.
Meneo la cabeza, su pelo rizado y abultado en su espalda se movió con ella. En realidad, parecía una chica loca de los años setentas, algo así como una Virginia Woolf liberada de todo prejuicio, o una protestante de la universidad de Berkeley...
- Tu tema, Marcel.
- Así que es mi tema.
Charlotte Nolteus sonrió.
- Me refiero a que tu tema es muy extraño. Es muy raro, en sí, que alguien escriba...
- ¿Extraño por qué?
- Quizás por la época...
- Entiendo.
- Tiene muy poco que ver con tu entorno.
Y en seguida Charlotte divagó.
- Pero eso no quiere decir otra cosa que tienes una gran capacidad de imaginación...
Sonreí.
Charlotte Nolteus preguntó:
- Dime, te apetece comer algo.
Me alarmé. Milagros y algunas amigas suyas miraron la escena excitadas.
Volví a sonreír.
- ¿Qué dices?
De repente me encontré muy confundido. Miré el KFC detrás mío. Charlotte Nolteus observó a Milagros y a sus amigas con una expresión desconcertante, era como si nada en el mundo le interese lo suficiente. Excepto yo.
- ¿Un café?
Meneé la cabeza.
- Sale.
Charlotte Nolteus paró un taxi y nos alejamos.
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